Veintitrés de Agosto de
1809 (Anno Domini). Miajadas
Necesitaría mucho tiempo
para expresar sobre el papel las emociones que me embargan en estos momentos.
Poco podía imaginar que el
teniente del Cuerpo Preboste, que se presentó en el campamento cuando me
disponía a dar cuenta del rancho y requirió que lo acompañara de inmediato, me
conduciría al puesto de mando del general Wellesley.
Las órdenes eran claras y
el capitán Edwards no pudo sino apremiarme a no hacer esperar al comandante en
jefe. Cabalgamos, pues, el trecho que nos separaba desde nuestro acantonamiento
a la casa que hacía las veces de cuartel general.
Nada más llegar el
teniente preboste se despidió y quedé en una sala donde, al poco, hizo su
aparición un mayor que, al principio, me pareció del 87 pues las vueltas eran
del mismo color verde que las que vestimos, pero el detalle de la placa de su
tahalí me sacó de mi error pues correspondía a los North Devonshires, el 11 de Infantería.
Inmediatamente me cuadré
pero el mayor, sorprendentemente, me ordenó descanso en español. Obedecí y,
francamente, no podría decir cuanto tiempo estuvimos conversando en la lengua
de Cervantes pues empezó a hacerme preguntas, que yo respondí con la mayor
soltura de que fui capaz. Luego, de improviso, el mayor me dio las gracias y,
dando media vuelta, salió de la sala.
No estuve solo mucho
tiempo pues se presentó alguien a quien ya había visto antes: el mayor Colin
Campbell, aide de camp del general
Wellesley, quien me invitó a seguirle.
Me hizo pasar a otra sala
donde descollaba, tras una mesa cubierta de papeles, la alta silueta del
general, a quien acompañaban el mayor con quien había mantenido la charla en
español y un capitán de los Coldstreams
que me resultó familiar aunque no sabía donde ubicarlo al principio mas, algo
después, recordé de cuando estuve en el cuartel general de Vila Franca
El general fue muy cortés
pues, después de felicitarme por haber salido bien librado de la reciente
batalla, rememoró el episodio de los falsos prisioneros y del siniestro Emil
Saiffer cuya sola mención me produjo una incómoda sensación.
A continuación me presentó
a los allí presentes que resultaron ser, aparte del mayor Campbell, el mayor
Colquhoun Grant y el capitán Archibald Messervy.
En una muy breve
exposición, el general me explicó que el mayor Grant estaba organizando una
unidad formada por hombres que hablaran español o portugués, o ambos, con la
finalidad de emplearlos en operaciones tras las líneas francesas, correos o
espías. Señaló, asimismo, que a juicio de aquél mi nivel de español era más que
aceptable por cuanto ello, junto a mi actuación durante el asunto Saiffer, me
convertía en el candidato ideal para pertenecer a la nueva unidad.
Aunque no tengo demasiados
años sé lo suficiente sobre el Ejército como para no adivinar que a la lisonja
seguiría una frase dicha casi con indolencia que sonaba como a “puede rechazarlo, desde luego, esto no es
una orden…” pero que, de secundarla, era como poner punto final a una
carrera que apenas había empezado. Sin pensar repliqué que era un honor que me
hubiesen requerido para tal menester y que estaba a sus órdenes.
El general se puso en pie,
imitado por los otros, me dio las gracias y me invitó que le acompañara a
almorzar.
Después del ágape, esta
vez a solas con el mayor Grant y el capitán Messervy, aquél me explico la que
sería mi primera misión en mi nuevo destino. Desde luego si esperaba una
peligrosa aventura en la retaguardia francesa, en compañía de esos feroces
guerrilleros españoles de los que tanto había oído hablar pero de los que nunca
había visto nada, pronto se desvanecieron mis ilusiones pues mi cometido no
había de ser otro que acompañar al capitán Messervy, que portaría despachos
para el Marqués de Wellesley, hermano del general y a la sazón embajador de Su
Majestad ante la Junta Suprema Central en Sevilla.
Así pues, no habría más
peligro que cabalgar, con una escolta, hacia Lisboa para allí embarcar con
destino a Cádiz donde mis conocimientos de la lengua española serían útiles
para que el capitán Messervy completara con éxito su misión.
Cuando he regresado al
campamento a preparar el equipaje, junto a una orden firmada por el general, el
capitán Edwards me ha deseado buena suerte a la par que, confieso que me he
enorgullecido, ha alabado la forma en que me desempeñé en el combate a pesar de
mi falta de experiencia. Asimismo me dirigí al alojamiento del mayor Gough, aún
convaleciente de las heridas recibidas, a despedirme y a desearle una pronta
recuperación, aspecto este que agradeció enormemente.
Apenas si me ha quedado
tiempo, pues hemos de partir al alba, para despedirme de mis más allegados: el
teniente Tarín; el padre Fennessy, que me ha obsequiado con una cruz céltica
que ahora cuelga de mi cuello; el sargento Redding y algunos más antes de
organizar la partida y escribir estas líneas previamente a entregarme a un
sueño reparador que, sin embargo, dudo de poder gozar.
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