Veintiséis de Octubre de
1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Los gritos de los esclavos
se iban sofocando a medida que el barco se iba alejando de la factoría.
Mas,
ahora, sus lamentos eran sustituidos por otros, más apremiantes aún,
procedentes de los muchos heridos que se hacinaban en la cubierta.
Y nunca olvidaré otros
gritos, aún audibles en la lejanía, de los hombres que habían quedado
abandonados a su suerte y a merced de nuestros atacantes en la factoría. Gritos
de socorro que fueron desoídos pues nadie hizo o dijo nada a favor de sus
camaradas. Por el contrario, pude oír como un grupo de hombres empezaba a
calcular las bajas habidas para rehacer las cuentas sobre el porcentaje
asignado a cada tripulante.
Pese a la luna llena, muy
poco o nada se veía unas yardas más adelante de modo que todas las bengalas que
quedaban a bordo fueron llevadas a cubierta, y lanzadas de modo regular,
mientras que faroles y antorchas ayudaban al encargado de la sonda a medir la
profundidad.
No obstante, pese a la
primera impresión, la idea de Fernándes no era descender el Casamance inmediatamente
sino alejarse de tierra a una distancia prudencial para, posteriormente, largar
el ancla y ponerse en zafarrancho de combate en previsión de un nuevo ataque.
En el ínterin Möhr, el
cirujano, y el boticario Johnson se hicieron cargo de los heridos, los del Portobelho se entiende, mientras que los
más graves de los de nuestros enemigos eran degollados y lanzados al agua
(previamente aliviados de cuanto de valor llevasen encima) sin más ceremonia,
reservándose a dos relativamente indemnes para ser interrogados más tarde.
Reanudada la calma, corrí
junto a Partridge y Figgis, en busca de Messervy.
Aún vivía pero su herida era
de consideración. Trasladado a su cabina, y por orden directa de Barlow, se me
encomendó su cuidado. Fue entonces cuando Figgis me advirtió de que estaba
sangrando. No me había dado cuenta, pero la cuchillada que me rozó el brazo
hizo bastante más que eso. Un vendaje y un generoso trago de ron hicieron las
veces de panacea.
La noche fue muy larga y
Messervy sufría lo indecible. No se cuanto tiempo hubo pasado hasta que
recibimos la visita de Möhr; después de examinar al herido me llevó aparte para
decirme, secamente, que no había nada que hacer pues la bala estaba muy
profunda, impidiéndole operar, de forma que era cuestión de días que se
produjera la muerte.
Pese a estar agotado por
el trabajo del día anterior y por la lucha sostenida apenas unas horas antes,
la fatiga no logró quebrarme, de modo que cuando Barlow entró en la cabina me
sorprendió cambiando los vendajes de Messervy.
Sin mediar palabra me
tendió mis pistolas, que abandonara en la cubierta durante la refriega, y me
miró fijamente a los ojos antes de asentir y salir tal y como había llegado.
Ignoro si hay honor entre piratas o si en él quedaba algo del marino del Rey
que fue en otro tiempo pero, sea como fuere, su mirada me devolvió a Talavera,
al campo de batalla, donde la mirada de un hombre podía decirlo todo sobre sí
mismo.
Pese a todo, el cansancio
empezó a hacerse notar y fue un alivio que Partridge se presentara y me
relevase. Caí profundamente dormido y cuando desperté pude ver al guardiamarina
indicándome que guardara silencio. Salí de la cabina con sigilo y subí a
cubierta. Estábamos en mar abierto aunque a nuestras espaldas podía verse aún
nítidamente la costa de África.
Y, como si de un prodigio
se tratase, nada quedaba de la violenta contienda mantenida la noche anterior.
Un grupo de marineros se afanaba limpiando la tablazón con piedra arenisca y
lampazos y don Tarsicio, que al parecer se había pasado todo el tiempo que duró
la lucha escondido en su cabina, parecía hacer cuentas junto al capitán junto
al trinquete. Busqué en vano a Figgis, o a Sánchez o a alguno de los hombres de
la Succes mas, empero, lo que
encontré fue al negro Velasco que, sonriente, me tendió un plato de humeante
estofado y un jarro de vino.
Hacía mucho que no comía
de modo que di cuenta del rancho mientras advertía las muestras amistosas por
parte de los marineros. No me sorprendió pues no era más que la consecuencia de
haber luchado hombro con hombro. Por muy ajenos al grupo que hubiéramos podido
ser tanto yo como quienes fuimos rescatados del mar, la experiencia del combate
nos había hermanado hasta el punto de que, sin miedo a equivocarme, podía
asegurar que nos veían ahora como sus iguales.
No es precisamente un honor pertenecer a la cofradía de los negreros y los piratas de modo que, no bien hube acabado de comer, regresé a la cabina para sustituir a Partridge y retomar este diario mientras los gemidos de Messervy constituyen el contrapunto de mis silencio