martes, 20 de mayo de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (V)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

    Los gritos de los esclavos se iban sofocando a medida que el barco se iba alejando de la factoría.
   
    Mas, ahora, sus lamentos eran sustituidos por otros, más apremiantes aún, procedentes de los muchos heridos que se hacinaban en la cubierta.

    Y nunca olvidaré otros gritos, aún audibles en la lejanía, de los hombres que habían quedado abandonados a su suerte y a merced de nuestros atacantes en la factoría. Gritos de socorro que fueron desoídos pues nadie hizo o dijo nada a favor de sus camaradas. Por el contrario, pude oír como un grupo de hombres empezaba a calcular las bajas habidas para rehacer las cuentas sobre el porcentaje asignado a cada tripulante.

   Pese a la luna llena, muy poco o nada se veía unas yardas más adelante de modo que todas las bengalas que quedaban a bordo fueron llevadas a cubierta, y lanzadas de modo regular, mientras que faroles y antorchas ayudaban al encargado de la sonda a medir la profundidad.

   No obstante, pese a la primera impresión, la idea de Fernándes no era descender el Casamance inmediatamente sino alejarse de tierra a una distancia prudencial para, posteriormente, largar el ancla y ponerse en zafarrancho de combate en previsión de un nuevo ataque.

   En el ínterin Möhr, el cirujano, y el boticario Johnson se hicieron cargo de los heridos, los del Portobelho se entiende, mientras que los más graves de los de nuestros enemigos eran degollados y lanzados al agua (previamente aliviados de cuanto de valor llevasen encima) sin más ceremonia, reservándose a dos relativamente indemnes para ser interrogados más tarde.

   Reanudada la calma, corrí junto a Partridge y Figgis, en busca de Messervy. 

   Aún vivía pero su herida era de consideración. Trasladado a su cabina, y por orden directa de Barlow, se me encomendó su cuidado. Fue entonces cuando Figgis me advirtió de que estaba sangrando. No me había dado cuenta, pero la cuchillada que me rozó el brazo hizo bastante más que eso. Un vendaje y un generoso trago de ron hicieron las veces de panacea.

   La noche fue muy larga y Messervy sufría lo indecible. No se cuanto tiempo hubo pasado hasta que recibimos la visita de Möhr; después de examinar al herido me llevó aparte para decirme, secamente, que no había nada que hacer pues la bala estaba muy profunda, impidiéndole operar, de forma que era cuestión de días que se produjera la muerte.

   Pese a estar agotado por el trabajo del día anterior y por la lucha sostenida apenas unas horas antes, la fatiga no logró quebrarme, de modo que cuando Barlow entró en la cabina me sorprendió cambiando los vendajes de Messervy.

   Sin mediar palabra me tendió mis pistolas, que abandonara en la cubierta durante la refriega, y me miró fijamente a los ojos antes de asentir y salir tal y como había llegado. Ignoro si hay honor entre piratas o si en él quedaba algo del marino del Rey que fue en otro tiempo pero, sea como fuere, su mirada me devolvió a Talavera, al campo de batalla, donde la mirada de un hombre podía decirlo todo sobre sí mismo.

   Pese a todo, el cansancio empezó a hacerse notar y fue un alivio que Partridge se presentara y me relevase. Caí profundamente dormido y cuando desperté pude ver al guardiamarina indicándome que guardara silencio. Salí de la cabina con sigilo y subí a cubierta. Estábamos en mar abierto aunque a nuestras espaldas podía verse aún nítidamente la costa de África.

    Y, como si de un prodigio se tratase, nada quedaba de la violenta contienda mantenida la noche anterior. Un grupo de marineros se afanaba limpiando la tablazón con piedra arenisca y lampazos y don Tarsicio, que al parecer se había pasado todo el tiempo que duró la lucha escondido en su cabina, parecía hacer cuentas junto al capitán junto al trinquete. Busqué en vano a Figgis, o a Sánchez o a alguno de los hombres de la Succes mas, empero, lo que encontré fue al negro Velasco que, sonriente, me tendió un plato de humeante estofado y un jarro de vino.

   Hacía mucho que no comía de modo que di cuenta del rancho mientras advertía las muestras amistosas por parte de los marineros. No me sorprendió pues no era más que la consecuencia de haber luchado hombro con hombro. Por muy ajenos al grupo que hubiéramos podido ser tanto yo como quienes fuimos rescatados del mar, la experiencia del combate nos había hermanado hasta el punto de que, sin miedo a equivocarme, podía asegurar que nos veían ahora como sus iguales.

   No es precisamente un honor pertenecer a la cofradía de los negreros y los piratas de modo que, no bien hube acabado de comer, regresé a la cabina para sustituir a Partridge y retomar este diario mientras los gemidos de Messervy constituyen el contrapunto de mis silencio


domingo, 30 de marzo de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (IV)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Barlow y yo empezamos a lanzar tajos de sable a los cables unidos a los garfios logrando que algunos hombres que se empeñaban en subir cayeran al agua. 

Figgis y Velasco, mientras, se dedicaron a poner en servicio un cañón giratorio.

Aparentemente habíamos limpiado de atacantes la cubierta y ahora el grupo dirigido por Fernándes se dedicaba a disparar con pistolas y mosquetes  contra las lanchas que aún se acercaban. Hombres que regresaban a todo correr de la factoría se dejaban caer en la cubierta para concederse siquiera unos instantes de reposo antes de volver a cargar sus armas.

Un grito de Velasco hizo que Barlow y yo retrocediéramos en el momento en que Figgis aplicaba un botafuego al oído del cañón. Un fogonazo seguido de un estruendo y de una nube acre de pólvora se sucedieron con rapidez mas el disparo, que debía haber barrido la lancha que se aproximaba, tuvo como resultado un coro de ayes y maldiciones pero no mucho más…

-Son judías-chilló Barlow. –No son saquetes de metralla.

Eran, en efecto, los saquetes de judías con que se cargaban las pequeñas piezas en previsión de que los negros se rebelasen durante sus periodos de ejercicio en cubierta. La respuesta de los de la lancha no se hizo esperar y una descarga de mosquetería nos obligó a agacharnos.

Allí tumbados vimos cómo Pepo, un grumetillo de once años, se deslizaba rápido como una ardilla a nuestro lado portando dos pesados fardos debajo de cada brazo.

Barlow sonrió al crío mientras alargaba a Figgis uno de los saquetes de metralla que había traído el chico. Mientras se cargaba la pieza un estruendo procedente del costado opuesto nos hizo girarnos: dos de las carronadas de aquella banda habían abierto fuego sobre la factoría.

La inesperada descarga pareció enardecer a los tripulantes del Portobelho, varios de los cuales, entre ellos Partridge, se nos unieron. 

Figgis volvió a arrimar el botafuego y el estruendo volvió a atronar y a expandir una nube de humo. No se había disipado aún cuando Velasco lanzó un grito de triunfo al ver a los ocupantes de la lancha destrozados como si fuesen ramas de árbol acribilladas por el granizo.

Fernándes, con una pistola en la diestra, empezó a ladrar órdenes y enjambres de hombres, esquivando los cuerpos y resbalando a causa de la sangre que cubría la cubierta, se lanzaron a trepar por los flechastes, o a los puestos bajo los palos.

Barlow mandó a Velasco a que tomara un grupo para levar anclas. No íbamos a esperar al alba sino a salir de allí en aquél mismo momento y el antiguo marino del Rey, tras volver a cargar él mismo el cañoncito, se lanzó al costado opuesto y, arrebatando un hacha de abordaje a un cadáver próximo, empezó a descargar golpes a las gruesas amarras que aseguraban el barco al pantalán. 

Pronto fue imitado por varios hombres que, con hachas y sables, se emplearon con idéntico ardor.

Un nuevo disparo de Figgis fue ahogado por el estruendo de una, y luego de otra, carronada cuyo fuego de metralla proyectaba una pantalla entre Barlow y los atacantes que avanzaban disparando por entre la factoría.

 No bien se hubo acabado de soltar la última maroma, el viento empezó a hinchar las velas y el Portobelho fue moviéndose, lentamente al principio, hacia la boca del meandro.

domingo, 2 de marzo de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (III)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini).A bordo del Portobelho

Mi primera reacción fue llevarme de allí a Messervy pero un seco golpe sobre el maderamen, al que siguieron varios más en rápida sucesión, me obligaron a desatender al capitán pues varios garfios de abordaje se hallaban anclados a la borda.

Grité con todas mis fuerzas al tiempo que una silueta, recortada sobre el rojo producido por las bengalas, apareció súbitamente sobre la regala. No tuve tiempo de aprestar mis armas y el tipo se lanzó sobre mí con un enorme cuchillo en una mano.

No me avergüenza confesar que Messervy, aún herido, perdió la importancia que le concedía pues el instinto de sobrevivir pesó más que ninguna otra cosa. Esquivé el golpe como pude y me incorporé para ver cómo más hombres saltaban a la cubierta.

El del cuchillo me lanzó un tajo que me rozó el antebrazo izquierdo. Retrocedí tanteando en busca del sable mas solamente logré caer sobre el enjaretado. 

Casi pude sentir el calor producido por el aliento de los desgraciados que estaban engrilletados en la cubierta inferior y creí que mi fin había llegado cuando advertí, espantado, que la hoja del sable  se había deslizado, encallándose, por una de las aberturas. Con la energía que produce el miedo, mi diestra se lanzó entonces a una de las pistolas que llevaba embutida en la faja. Puse el cañón en la panza de aquél hombre y disparé; cayó hacia atrás gritando con las manos sujetándose las tripas. No me pasó desapercibido, pues era una condición fundamental en aquella situación, que llevara un trozo de lienzo blanco anudado al brazo izquierdo. Era la señal que portaban nuestros atacantes para reconocerse y evitar que se mataran entre sí.

A esas alturas la cubierta se había convertido en un aquelarre de espadazos, disparos, sangre y gritos. La campana del barco no cesaba de atronar y los gritos de los esclavos ahogaban el estruendo de la lucha. Busqué a Figgis mientras tomaba la otra pistola y el enorme cuchillo con que habían estado a punto de matarme. Pude verle a proa, batiéndose junto a Brown y Días, y me lancé hacia donde estaban.

Busqué lienzos blancos y ataqué con saña. Lancé un tremendo tajo contra la nuca de uno que manejaba un chuzo. Gritó de dolor y se volvió solamente para que hundiera el cuchillo en sus costillas mas el arma, trabada entre los huesos, fue imposible de recuperar y quedó allí mientras el hombre caía de rodillas.

Figgis, que repartía mandobles con un sable y golpes con una cabilla, me vio y se abrió paso hacia donde me encontraba seguido de Brown y de Días que, igualmente, se defendían con sables. En medio de la matanza acertó a decirme que había que aprestar los cañones y conseguir que regresaran los hombres que aún luchaban en la factoría, entre los que debía contarse Partridge y algunos más de los nuestros. Envió a Días al pantalán y, seguidamente, él y Brown, se lanzaron tras de mí para apoyar a Barlow.

El antiguo marino del Rey se batía con la energía de la desesperación pues, aparte de un hombre que junto a él luchaba con idéntica determinación, estaba rodeado por cuatro enemigos. Y habría caído, atravesado por un sablazo, si no hubiese amartillado la pistola que me quedaba y disparado. A la rojiza luz, el cráneo rapado de Barlow se asemejó a una abierta sandía toda vez que un chorro de sangre y sesos se estampó sobre él mientras su oponente caía fulminado. Figgis despachó a dos mientras que Brown se trabó en un mortal abrazo con el quedaba yendo ambos a parar al río.

 La luz de las bengalas se iba extinguiendo y pronto no hubo más que la procedente de los fuegos de la factoría y de la enorme Luna llena que refulgía en un cielo ahora libre de nubes. A medida que hombres del Portobelho regresaban corriendo por el embarcadero y se unían a la lucha en el barco, la ventaja inicial de los atacantes fue disminuyendo. Incluso el capitán Fernándes había organizado una resistencia eficaz en popa de forma que ahora era preciso evitar que siguieran abordándonos.





En compañía de Figgis, Barlow y el marinero que se batía a su lado, un negro enorme que se hacía llamar Velasco, corrimos hacia uno de los cañones giratorios más próximos sorteando los cuerpos, unos exangües y otros que se debatían, que tapizaban la cubierta, y resbalando con la sangre que la cubría. En el ínterin me había hecho con un sable y con una pistola corta de la Marina, que tomé de uno de los muertos, y me dispuse a regresar a la lucha… 

domingo, 2 de febrero de 2014

LIBRO IV - Capítulo XIII (II)


Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

   Aturdido aún pude ver cómo varios hombres armados descendían al pantalán y corrían hacia la factoría. Allí parecían haberse desatado todos los demonios del Infierno pues, a la luz de las hogueras, pude ver a grupos de hombres que entraban corriendo por un boquete abierto en el muro.

   La campana atronaba a la vez que gritos de alarma recorrieron el Portobelho de proa a popa. Casi al instante aparecieron Fernándes y Barlow, maldiciendo el primero y dando órdenes el segundo.

   Instintivamente corrí a la cabina a coger el sable y las pistolas. Encontré a Messervy revisando el escondite de la valija y ocultando en un coy enrollado el estuche de sus lentes. Se armó con una pistola y un sable y me acompañó a la cubierta listos para ocupar el puesto que nos asignaran.

  Evidentemente no puede decirse que nuestra presteza obedeciera a algún tipo de lealtad contraído con los esclavistas sino que obedeció, es mi opinión, al instinto de supervivencia pues lo mismo quienes nos atacaban eran amigos mas, en aquellas latitudes y en semejantes compañías, era probable que se tratase de todo lo contrario.

   Más hombres empezaron a subir desde las cubiertas inferiores mientras que los gritos y los sollozos de los negros se confundían con el cercano estruendo de los disparos. Vi a Figgis junto a dos hombres del Succes, Brown y Días, dispuesto a bajar al pantalán. Busqué con la mirada a Barlow, a quien localicé finalmente, y me disponía a ir junto a él cuando oí gritar algo a Messervy y, segundos después, un estampido que procedía del río.

   Me giré y pude ver a mi compañero derrumbándose mientras sus manos se agarraban al estómago. Vacilé un instante hasta que algo me hizo girar la cabeza en dirección al río. Era noche de luna llena aunque algunas nubes habían cubierto el cielo ya en la tarde, sin embargo ello no pudo evitar que vislumbrara una serie de formas que parecían deslizarse en la corriente hacia donde estábamos. Un fogonazo me hizo lanzarme sobre la cubierta al tiempo que grité con toda la fuerza de que fui capaz:

   -¡Por el río!

    Me arrastré hacia Messervy al tiempo que alguien, que sostenía un botafuego, lo aplicó a la mecha de la ristra de bengalas que se hallaban dispuestas en la regala. El zumbido de los artefactos al ascender se vio amortiguado por las explosiones de las primeras que tiñeron la noche de un espectral manto rojizo. A la vacilante luz pude observar que Messervy sangraba abundantemente por el vientre mientras gritos de alarma y disparos aislados acompañaban los silbidos y las explosiones de las bengalas.


   La curiosidad pesó sobre la aprensión y me incorporé lo bastante como para divisar cuatro lanchas, una de ellas muy próximo al costado del barco… 

domingo, 1 de diciembre de 2013

LIBRO IV- Capítulo XIII (I)

Veintiséis de Octubre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Aun cuando estoy redactando estas líneas no estoy seguro de que todo cuanto ha acontecido no haya sido sino una pesadilla.

Mas los gemidos del capitán Messervy, que aumentan de intensidad cuando el dolor se recrudece, no han tardado en devolverme la consciencia sobre lo sucedido.

Ayer fue un día terriblemente duro. Desde que salió el sol nos pusimos a trabajar en la titánica labor de meter en un barco a cuatrocientas ochenta y siete almas. Sembène y sus hombres se marcharon antes aún de romper el alba y, casi enseguida, se puso en marcha la operación de embarque pues Fernándes estaba decidido a zarpar cuanto antes, aún cuando Legrand no hubiese informado de ningún movimiento del Gelderland.

El embarque resultó, como he dicho, una tarea de titanes pues los infelices debían ser medidos a fin de distribuirlos de forma eficiente en orden a embarcarlos a todos. Nunca imaginé el terrible calor y el hedor que convertían a los sollados en un infierno, aumentado si cabe con los negros gimiendo mientras eran acomodados, por decirlo de algún modo, en los estantes.

Colocados muy juntos, pues cada cuerpo ocupaba un espacio no superior a veinte pulgadas, las largas cadenas aseguraban el par de grilletes que se cerraban en los tobillos. Resultó enormemente fatigoso trajinar con aquellos robustos cuerpos amén de indicar por signos lo que debían hacer. Los revoltosos, que se negaban a situarse en su lugar, eran invariablemente golpeados en las costillas aunque observé que con el debido cuidado de dejar ningún tipo de marca.

Me sorprendió, empero, el hecho de que los hombres se sometieran con más facilidad que las mujeres. Muchas se revolvían y luchaban con denuedo, sobre todo las que llevaban en brazos a sus bebés, lo que obligó a los marineros encargados de situarlas un esfuerzo extra en aquella asfixiante prisión. Un coro de risas burlonas llenó el espacio cuando una de las negras se revolvió golpeando en la entrepierna a don Tarsicio, que se dobló cual si fuera un bejuco azotado por el viento, entre el mal disimulado regocijo de quien esto escribe, y de la mayor parte de los que estábamos allí ya fueran blancos o negros.

Relevándonos a intervalos para beber agua y respirar siquiera fuera de los sollados, comimos el rancho rápidamente para volver al trabajo. Ni que decir tiene que el calor y el esfuerzo, junto al indescriptible hedor empeorado por las defecaciones de los desgraciados, me hicieron vomitar.

Por fin, a media tarde, pudimos dar por terminado el trabajo. Fernándes hubiese querido zarpar inmediatamente pero nadie hubiera podido hacer que ningún tripulante del Portobelho fuese capaz ni de asegurar un cabo. Salvo los que estaban aún de guardia en la factoría y el cocinero y su brigada, la cubierta superior del barco estaba llena de hombres derrengados que bebían agua sin parar. Pese a todo, se aprestó un destacamento que puso en funcionamiento las bombas de agua y las mangas de hule para limpiar los sollados. Tendido sobre la tablazón junto a Messervy, que estaba completamente agotado, pude observar cómo oleadas de vapor se escapaban por entre las escotas y el enjaretado que cerraba los sollados. Tal era el calor que hacía debajo que el agua se evaporaba casi al tiempo que salía de las mangas.

Los esclavos pasarían el resto del día en lo que iba a ser su casa en los próximos días, en parte porque era demasiado pronto para volver a sacarlos, bien porque así, juzgaba Fernándes, se acostumbrarían al lugar. Los preparativos para la partida, empero, continuaron sin pausa. Los cañones giratorios fueron dispuestos colocándose junto a ellos las cargas de pólvora, las agujas, los tacos y los botafuegos, amén de unos saquetes que juzgué de metralla hasta que descubrí que lo que contenían eran judías, una carga inocua muy útil, sin embargo, para usar a corta distancia en caso de que los negros se mostrasen revoltosos cuando hubieran de subir a la cubierta.


Agotado, casi sin probar la cena y ante la perspectiva de una guardia en la madrugada, me retiré a mi cabina con la intención de dormir cuanto pudiera. No sé cuanto tiempo hube dormido mas un estruendo me hizo saltar y subir a cubierta…

domingo, 3 de noviembre de 2013

LIBRO IV - CAPÍTULO XII


        Veinticuatro de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy he asistido a uno de los espectáculos más desgarradores que pueda contemplar un hombre temeroso de Dios.

Este mediodía, mientras Messervy y yo despachábamos el rancho, un prolongado lamento que procedía del interior empezó a hacerse más y más audible. No pasó mucho tiempo hasta que un grito de júbilo, procedente de los vigías de la empalizada, anunció el regreso del capitán Fernándes y de Mahamadou Sembène.
  
  Inmediatamente las poternas se abrieron dejando paso a un grupo de guerreros al que seguían Fernándes, Sembéne y el resto de los hombres del Portobelho. No me pasó inadvertido el semblante de Partridge, que no se inmutó cuando le saludé con la mano. Solamente un instante después me miró y luego giró la cabeza en dirección a las abiertas puertas.

   Una larga columna de cuerpos oscuros y cabezas lanudas circulaba por el sendero que conducía al recinto: hombres, mujeres, niños e incluso bebés en brazos de sus madres. Todos iban enlazados por el cuello, excepto los niños que iban en grupos de cinco o seis atados por las muñecas. Algunos entonaban cánticos que sonaban a marchas fúnebres; los bebés lloraban, de hambre, sed o calor en brazos de sus madres; hombres y mujeres arrastraban los pies cabizbajos, como si el peso de su desgracia los hundiese por momentos.

   Recorriendo la línea, algunos wolof con sus vistosos turbantes azules hacían restallar el látigo junto al rostro de los que flaqueaban. No los rozaban siquiera, empero, lo que confirmaba que los wolof sabían lo que hacían y que Fernándes no estaba dispuesto a que su mercancía se deteriorase.

   Intercambié una mirada con Messervy que estaba petrificado, como si lo que estábamos viendo no fuese de este mundo. Solamente los comentarios de los marineros del Portobelho nos devolvieron a la realidad:

Mandingos!               

Son los que mejor se pagan!

Debe haber cerca de quinientos!

  Después de que Barlow informara a Fernándes de la presencia de Van Deventer en Ziguinchor, éste ordenó que los esclavos fueran recluidos en los barracones con vistas a iniciar el embarque al día siguiente. Al parecer no se les iba a marcar, lo que era el procedimiento habitual, reservando ese trámite para cuando estuviéramos en alta mar. Era arriesgado, desde luego, pues en caso de inspección un esclavo marcado podía pasar como una propiedad legítima y no como un objeto de tráfico ilegal, pero la amenaza del Gelderland y de su capitán parecía suficiente como para abandonar aquél lugar cuanto antes.

 Una vez se hubo cerrado el trato con Sembène, para quien se preparó una demostración de tiro, que provocó un estallido de gritos entre los esclavos, y una especie de parada, ejecutada con brillantez dicho sea de paso, se descargó la mercadería que se alojaba en el Portobelho y se mataron cuatro vacas, compradas por Fernándes, para la cena con la que se remataría el negocio y se festejaría el éxito de la operación.

Ni que decir tiene que no tengo apetito y que, pese a que esta noche teníamos permiso para quedarnos en tierra y que no parece haber señales de Van Deventer (Fernándes ha tomado precauciones y ha enviado a Legrand, convenientemente retribuido, a Ziguinchor con el encargo de avisarnos si el Gelderland zarpase), he preferido volver al Portobelho. Allí, acodado en la regala y en compañía de Messervy, Partridge y el boticario Johnson, Figgis y Sánchez, a quienes prácticamente no había visto durante los días precedentes, contemplamos la factoría donde el fuego de las hogueras proyectaba sombras irreales y las risas y las canciones no lograban ahogar el quejumbroso lamento procedente de los barracones de esclavos.

  Los marineros de guardia, que despachaban sus raciones de carne por turno, estaban más atentos a lo que pudiese venir del río que a nosotros de forma que, por primera vez en mucho tiempo, pudimos hablar sobre cuanto estaba aconteciendo.

 Partridge pareció entusiasmarse con la idea de que el tal Van Deventer nos podría liberar pero Figgis y Sánchez deshicieron sus ilusiones pues conocían, por boca de los tripulantes, que el holandés era bastante peor que Fernándes. 

Johnson, por su parte, anunció que nuestro destino sería La Habana pues Möhr, el cirujano, le había hablado de los burdeles que allí frecuentaba cuando arribaban a la ciudad.

 Messervy insinuó la posibilidad de liberar a los esclavos una vez en el mar y obligar a Fernándes a llevarnos a Sierra Leona pero chocó con la lógica aplastante de Sánchez que argumentó que los esclavos, de estar libres, degollarían a todos los blancos del barco pues, dada su situación, no estaban para hacer distingos.

 Continuamos hablando durante un rato más y al preguntar a Partridge por las particularidades del plan que tenía, y del que no había querido decir nada, se limitó a responder que, llegado el caso y atendiendo a que él era el oficial naval de mayor graduación, obedeceríamos sus órdenes sean cuales fueren.


Y así permanecimos unos momentos más, en silencio, oyendo los cantos de los wolof borrachos, pues al parecer no renuncian al vino pese a ser musulmanes, y pensando, yo al menos, en cómo haremos para salir de esta locura.



sábado, 21 de septiembre de 2013

LIBRO IV - Capítulo XI


      Veintitrés de Octubre de 1809 (Anno Domini). Fondeados cerca de Ziguinchor

Hoy he podido, al fin, averiguar qué es lo que inquieta tanto a la gente del Portobelho desde que ayer anunciaran su descubrimiento los vigias a la entrada del meandro.
Y la perspectiva no es halagüeña en absoluto sino, más bien, como dijo una vez Federico el Grande, ninguna situación es tan grave que no sea susceptible de empeorar.

Parece ser, tal como he logrado que Barlow me relate, Klaas Van Deventer es un capitán esclavista holandés que en otro tiempo fue socio de Fernándes hasta que, hace tres años, éste liquidó la sociedad llevándose el Portobelho cargado hasta las bordas (incluso se deshizo de los cañones) en una arriesgada travesía hasta Brasil mientras  que el holandés se quedaba amarrado en Río Pongo con más de la mitad de su tripulación atacada por las fiebres.

Desde entonces Van Deventer había convertido la vida de Fernándes en una constante pesadilla pues no habían faltado los intentos de aquél de acabar con el traicionero portugués. El último, tal como lo narraba Barlow, a punto estuvo de terminar con el Portobelho hecho astillas pues en el viaje regreso desde La Habana el año siete (1807), el barco de Van Deventer, el Gelderland, les salió al paso a la altura de las Bermudas y solamente el hecho de que el barco del portugués fuese más rápido evitó lo peor.

Mas, en los últimos meses la tranquilidad había vuelto a la vida de Fernándes toda vez que le habían asegurado (al parecer en el universo de los negreros se conoce todo el mundo) que el Gelderland estaba ejerciendo como corsario por cuenta de Francia en el Índico.

Sin embargo, el avistamiento del barco del holandés ha reavivado los temores a bordo del Portobelho, sobre todo teniendo en cuenta que su capitán aún está en el interior con Sembène. No obstante, y en honor a la verdad, Michael Barlow no es ningún cobarde y ha dispuesto guardias, como ya he registrado, de forma que ni un mosquito podría acercarse a menos de una milla sin que lo advirtiéramos.

Y ya he consignado que la situación puede empeorar pues el Gelderland es un Indiaman[1]es decir, que es bastante más grande que el Portobelho y cuenta, por tanto, con aproximadamente el doble de tripulantes y, también, de cañones.



Esta es, a grandes rasgos, la amenaza que en estos momentos se encuentra fondeada en Ziguinchor. Ignoro, creo que Barlow también, si ha llegado hasta aquí siguiendo nuestra derrota o si, por el contrario, ha venido solamente a cargar esclavos. Solamente una cosa parece segura: tan pronto como regrese Fernándes y llenemos los sollados levaremos anclas y saldremos de aquí como almas en pena pues, en estos momentos, estamos atrapados en una ratonera y si un barco se sitúa en la boca del meandro nos podrá hacer pedazos a placer.



[1] Barco mercante de la época, muy empleado en las rutas a las Indias  por su  gran velocidad y tonelaje