Veinticuatro de Octubre de
1809 (Anno Domini). Fondeados cerca
de Ziguinchor
Hoy he asistido a uno de
los espectáculos más desgarradores que pueda contemplar un hombre temeroso de
Dios.
Este mediodía, mientras
Messervy y yo despachábamos el rancho, un prolongado lamento que procedía del
interior empezó a hacerse más y más audible. No pasó mucho tiempo hasta que un
grito de júbilo, procedente de los vigías de la empalizada, anunció el regreso
del capitán Fernándes y de Mahamadou Sembène.
Inmediatamente las
poternas se abrieron dejando paso a un grupo de guerreros al que seguían
Fernándes, Sembéne y el resto de los hombres del Portobelho. No me pasó inadvertido el semblante de Partridge, que
no se inmutó cuando le saludé con la mano. Solamente un instante después me
miró y luego giró la cabeza en dirección a las abiertas puertas.
Una larga columna de
cuerpos oscuros y cabezas lanudas circulaba por el sendero que conducía al
recinto: hombres, mujeres, niños e incluso bebés en brazos de sus madres. Todos
iban enlazados por el cuello, excepto los niños que iban en grupos de cinco o
seis atados por las muñecas. Algunos entonaban cánticos que sonaban a marchas
fúnebres; los bebés lloraban, de hambre, sed o calor en brazos de sus madres;
hombres y mujeres arrastraban los pies cabizbajos, como si el peso de su desgracia
los hundiese por momentos.
Recorriendo la línea,
algunos wolof con sus vistosos
turbantes azules hacían restallar el látigo junto al rostro de los que
flaqueaban. No los rozaban siquiera, empero, lo que confirmaba que los wolof sabían lo que hacían y que
Fernándes no estaba dispuesto a que su mercancía se deteriorase.
Intercambié una mirada con
Messervy que estaba petrificado, como si lo que estábamos viendo no fuese de
este mundo. Solamente los comentarios de los marineros del Portobelho nos devolvieron a la realidad:
-¡Mandingos!
-¡Son los que mejor se pagan!
-¡Debe haber cerca de quinientos!
Después de que Barlow
informara a Fernándes de la presencia de Van Deventer en Ziguinchor, éste
ordenó que los esclavos fueran recluidos en los barracones con vistas a iniciar
el embarque al día siguiente. Al parecer no se les iba a marcar, lo que era el
procedimiento habitual, reservando ese trámite para cuando estuviéramos en alta
mar. Era arriesgado, desde luego, pues en caso de inspección un esclavo marcado
podía pasar como una propiedad legítima y no como un objeto de tráfico ilegal, pero
la amenaza del Gelderland y de su
capitán parecía suficiente como para abandonar aquél lugar cuanto antes.
Una vez se hubo cerrado el trato con Sembène, para quien se preparó una demostración de tiro, que
provocó un estallido de gritos entre los esclavos, y una especie de parada,
ejecutada con brillantez dicho sea de paso, se descargó la mercadería que se
alojaba en el Portobelho y se mataron
cuatro vacas, compradas por Fernándes, para la cena con la que se remataría el
negocio y se festejaría el éxito de la operación.
Ni que decir tiene que no
tengo apetito y que, pese a que esta noche teníamos permiso para quedarnos en
tierra y que no parece haber señales de Van Deventer (Fernándes ha tomado
precauciones y ha enviado a Legrand, convenientemente retribuido, a Ziguinchor
con el encargo de avisarnos si el Gelderland
zarpase), he preferido volver al Portobelho.
Allí, acodado en la regala y en compañía de Messervy, Partridge y el boticario
Johnson, Figgis y Sánchez, a quienes prácticamente no había visto durante los
días precedentes, contemplamos la factoría donde el fuego de las hogueras
proyectaba sombras irreales y las risas y las canciones no lograban ahogar el
quejumbroso lamento procedente de los barracones de esclavos.
Los marineros de guardia,
que despachaban sus raciones de carne por turno, estaban más atentos a lo que
pudiese venir del río que a nosotros de forma que, por primera vez en mucho
tiempo, pudimos hablar sobre cuanto estaba aconteciendo.
Partridge pareció
entusiasmarse con la idea de que el tal Van Deventer nos podría liberar pero
Figgis y Sánchez deshicieron sus ilusiones pues conocían, por boca de los
tripulantes, que el holandés era bastante peor que Fernándes.
Johnson, por su
parte, anunció que nuestro destino sería La Habana pues Möhr, el cirujano, le
había hablado de los burdeles que allí frecuentaba cuando arribaban a la
ciudad.
Messervy insinuó la posibilidad de liberar a los esclavos una vez en el
mar y obligar a Fernándes a llevarnos a Sierra Leona pero chocó con la lógica
aplastante de Sánchez que argumentó que los esclavos, de estar libres,
degollarían a todos los blancos del barco pues, dada su situación, no estaban
para hacer distingos.
Continuamos hablando
durante un rato más y al preguntar a Partridge por las particularidades del
plan que tenía, y del que no había querido decir nada, se limitó a responder
que, llegado el caso y atendiendo a que él era el oficial naval de mayor
graduación, obedeceríamos sus órdenes sean cuales fueren.
Y así permanecimos unos
momentos más, en silencio, oyendo los cantos de los wolof borrachos, pues al parecer no renuncian al vino pese a ser
musulmanes, y pensando, yo al menos, en cómo haremos para salir de esta locura.
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