Veintidós de Octubre de
1809 (Anno Domini). Fondeados cerca
de Ziguinchor
Los guerreros wolof a los que instruyo se han revelado
como unos soldados tremendamente disciplinados y eficientes.
No hubiese querido tener
que admitir que, bien porque sean especialmente hábiles, o bien porque yo sea
un buen maestro (cosa que dudo mucho), estos cazadores de hombres solamente han
precisado de unos pocos días para manejarse con bastante soltura con el Brown Bess. He de admitir que me admira
el modo en que limpian las armas y llevan en perfecto orden todo su equipo.
Asimismo, las evoluciones
que realizan al ejecutar las ordenes en instrucción (y que, al menos, ha
servido para que Messervy vuelva a ser el oficial que es) no han podido sino
recordarme lo semejante que debe ser este espectáculo a los cipayos de la
India, desfilando igual que lo haría cualquier regimiento británico. Esta
analogía me ha hecho pensar en mi hermano Angus, y por extensión en mis padres
y en Patrick, y preguntarme si lograré volver a verles en este Mundo.
Thomas, el antiguo esclavo
que hace de intérprete, ha demostrado ser un gran tirador y no desmerecería si
luciera los galones de sargento pues lanza las órdenes con autoridad en la
extraña lengua de esta gente y los hombres obedecen sin dudar. Habla mucho y
dice que algún día podrá establecerse por su cuenta, a imitación de Sembène,
pues conoce la lengua y las costumbres de los blancos y ahora, gracias a mí,
sabe instruir a los hombres para la guerra.
Esta tarde, además, se ha
producido un acontecimiento que muy probablemente tendrá consecuencias futuras.
Como nuestro pequeño puerto
está al fondo de un meandro, Fernándes ha dejado centinelas en la boca del
mismo pues, al parecer, la vida de un esclavista no es fácil ni segura y en
cualquier momento pueden presentarse complicaciones en forma de piratas, barcos
de guerra de cualquier bandera o un ataque de nativos hostiles. En este sentido
debo consignar que tampoco se fía de Sembène, que podría lanzar a sus hombres
contra nosotros y liquidarnos impunemente pues a fin de cuentas estamos lejos
de Ziguinchor.
En los ejercicios de instrucción los marineros que guarnecen las
instalaciones tras la empalizada parecen estar más atentos a los wolof que a lo que pueda venir del
exterior. Incluso las carronadas del Portobelho
están dispuestas para repeler cualquier agresión, proceda de donde proceda y
ristras de bengalas están distribuidas en previsión de que suframos un ataque
nocturno.
Pero la novedad ha venido
en forma de nombre tan extraño como aparentemente amenazante a juzgar por las
murmuraciones de los marineros. Cuando uno de los vigías llegó remando en una
chalupa y gritando ¡Gelderland!
Barlow, que estaba cerca de mí, mudó su
sempiterno gesto burlón por una sombra de preocupación. Solamente la posterior
información de que había seguido hasta Ziguinchor pareció calmarle un poco
aunque ello no impidió que ordenase zafarrancho y que todo el mundo debía estar
cerca de las armas y tenerlas a punto.
De este
modo, Messervy y yo debemos cumplir nuestros turnos de guardia a bordo, pues
nos alojamos en el barco. Incluso nos han dado armas, en mi caso vuelvo a
disponer de mis dos pistolas y me han dado un sable corto de abordaje, pesado y
muy afilado, muy distinto a mi elegante sable de la caballería ligera que, a
estas horas, está en el fondo del Atlántico.
He querido averiguar qué o
quien es Gelderland pero dos nuevas
palabras, insistentemente repetidas, la han sustituido y recorre el Portobelho de proa a popa. No he querido
inquirir por el momento pero abrigo la extraña sensación de que las
consecuencias no han de ser favorables para nadie de este barco. Mientras no
dejo de repetir en mi mente las palabras que tanta inquietud producen:
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