Veintiséis de Octubre de
1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho
Aun cuando estoy
redactando estas líneas no estoy seguro de que todo cuanto ha acontecido no
haya sido sino una pesadilla.
Mas los gemidos del
capitán Messervy, que aumentan de intensidad cuando el dolor se recrudece, no
han tardado en devolverme la consciencia sobre lo sucedido.
Ayer fue un día
terriblemente duro. Desde que salió el sol nos pusimos a trabajar en la
titánica labor de meter en un barco a cuatrocientas ochenta y siete almas.
Sembène y sus hombres se marcharon antes aún de romper el alba y, casi
enseguida, se puso en marcha la operación de embarque pues Fernándes estaba
decidido a zarpar cuanto antes, aún cuando Legrand no hubiese informado de
ningún movimiento del Gelderland.
El embarque resultó, como
he dicho, una tarea de titanes pues los infelices debían ser medidos a fin de
distribuirlos de forma eficiente en orden a embarcarlos a todos. Nunca imaginé
el terrible calor y el hedor que convertían a los sollados en un infierno,
aumentado si cabe con los negros gimiendo mientras eran acomodados, por decirlo
de algún modo, en los estantes.
Colocados muy juntos, pues
cada cuerpo ocupaba un espacio no superior a veinte pulgadas, las largas
cadenas aseguraban el par de grilletes que se cerraban en los tobillos. Resultó
enormemente fatigoso trajinar con aquellos robustos cuerpos amén de indicar por
signos lo que debían hacer. Los revoltosos, que se negaban a situarse en su
lugar, eran invariablemente golpeados en las costillas aunque observé que con
el debido cuidado de dejar ningún tipo de marca.
Me sorprendió, empero, el
hecho de que los hombres se sometieran con más facilidad que las mujeres.
Muchas se revolvían y luchaban con denuedo, sobre todo las que llevaban en
brazos a sus bebés, lo que obligó a los marineros encargados de situarlas un
esfuerzo extra en aquella asfixiante prisión. Un coro de risas burlonas llenó
el espacio cuando una de las negras se revolvió golpeando en la entrepierna a
don Tarsicio, que se dobló cual si fuera un bejuco azotado por el viento, entre
el mal disimulado regocijo de quien esto escribe, y de la mayor parte de los
que estábamos allí ya fueran blancos o negros.
Relevándonos a intervalos
para beber agua y respirar siquiera fuera de los sollados, comimos el rancho
rápidamente para volver al trabajo. Ni que decir tiene que el calor y el
esfuerzo, junto al indescriptible hedor empeorado por las defecaciones de los
desgraciados, me hicieron vomitar.
Por fin, a media tarde,
pudimos dar por terminado el trabajo. Fernándes hubiese querido zarpar
inmediatamente pero nadie hubiera podido hacer que ningún tripulante del Portobelho fuese capaz ni de asegurar un
cabo. Salvo los que estaban aún de guardia en la factoría y el cocinero y su
brigada, la cubierta superior del barco estaba llena de hombres derrengados que
bebían agua sin parar. Pese a todo, se aprestó un destacamento que puso en
funcionamiento las bombas de agua y las mangas de hule para limpiar los
sollados. Tendido sobre la tablazón junto a Messervy, que estaba completamente
agotado, pude observar cómo oleadas de vapor se escapaban por entre las escotas
y el enjaretado que cerraba los sollados. Tal era el calor que hacía debajo que
el agua se evaporaba casi al tiempo que salía de las mangas.
Los esclavos pasarían el
resto del día en lo que iba a ser su casa en los próximos días, en parte porque
era demasiado pronto para volver a sacarlos, bien porque así, juzgaba
Fernándes, se acostumbrarían al lugar. Los preparativos para la partida,
empero, continuaron sin pausa. Los cañones giratorios fueron dispuestos colocándose
junto a ellos las cargas de pólvora, las agujas, los tacos y los botafuegos,
amén de unos saquetes que juzgué de metralla hasta que descubrí que lo que
contenían eran judías, una carga inocua muy útil, sin embargo, para usar a
corta distancia en caso de que los negros se mostrasen revoltosos cuando
hubieran de subir a la cubierta.
Agotado, casi sin probar
la cena y ante la perspectiva de una guardia en la madrugada, me retiré a mi
cabina con la intención de dormir cuanto pudiera. No sé cuanto tiempo hube
dormido mas un estruendo me hizo saltar y subir a cubierta…