domingo, 17 de febrero de 2013

LIBRO III - Capítulo XV



Seis de Septiembre de 1809 (Anno Domini). A bordo del Portobelho

Ayer, al caer el día, el marinero Brown dio la voz de alarma al avistar una vela.

Inmediatamente reaccionamos como un solo hombre aprestando nuestras armas en previsión de que se tratara de los mismos piratas que tanto daño nos causaran.

Mas, sin embargo, la embarcación era considerablemente más grande que los queches que nos habían hostilizado y pese a que había modificado su rumbo, señal de que nos habían divisado desde ella, nuestros temores empezaron a desvanecerse cuando vimos que enarbolaba pabellón portugués. Se disiparon del todo cuando oímos, amplificada por un megáfono, una potente voz que, en perfecto inglés, nos preguntaba si estábamos dispuestos a subir a bordo.

No hace falta decir que respondimos con una estridente afirmación acompañada de “Hurras” y de gracias a la Providencia. Bogamos con una energía que parecía que hubiéramos recuperado por obra de algún milagro y, abarloados a uno de los costados de la nave, subimos por una escala quienes estábamos en disposición de hacerlo mientras que quienes, por sus heridas, no podían fueron subidos con guindola.


Una vez sobre la cubierta, tan pulcra que mereció una exclamación aprobatoria del contramaestre Figgis, se nos presentó el primer oficial del Portobelho, bergantín matriculado en Funchal y dedicado al comercio ultramarino, el mismo hombre que nos había hablado a través del megáfono y que resultó ser un inglés llamado Michael Barlow.

Barlow, de mediana estatura, con el cráneo rapado y con una sonrisa cuasi permanente y ojos azules (que me recordó, no sé por qué, a Emil Saiffer) nos preguntó por nuestra procedencia y destino y por las circunstancias que nos habían abocado a quedar a la deriva y, tras disculparse, nos comunicó que iba a informar al capitán.

Allí mismo, en la cubierta, nos ofrecieron galleta y un vino flojo y aguado que sabía como debía saber la ambrosía. Eran los tripulantes un grupo abigarrado, al menos los que vimos en la cubierta o colgados de los obenques, blancos y mulatos, incluso algunos negros, los primeros que había visto en mi vida, pero según los comentarios que intercambiaban Figgis y el marinero Tucker, el yanqui, se les veía diestros en su quehacer.

Atacamos con avidez el rancho, desquitándonos de los días de racionamiento. No bien habíamos despachado la pitanza cuando Barlow se presentó precediendo a dos hombres:

No sé por qué sentí una extraña sensación al verlos: uno de ellos menudo, de cabello ralo y ojos de un azul apagado; el otro, alto y flaco, de ojos negros y opacos cubiertos por unos quevedos. Se presentaron como Marco António Fernándes el primero, capitán y propietario del Portobelho, y  don Tarsicio Epícteto Crescencio, contador, el segundo.

El capitán, en un correcto inglés, nos saludó y se felicitó por nuestro rescate al tiempo que maldijo la actitud de los piratas, malos portugueses que así agradecían los desvelos de nuestros aliados británicos en nuestra lucha contra la tiranía de Napoleón. Acto seguido, dirigiéndose a Partridge, le preguntó si, en reciprocidad a nuestro rescate, podría contar con nuestro concurso a bordo de ser necesario. No es preciso señalar que el guardiamarina respondió que tanto él como todos nosotros estábamos a sus órdenes.

Visiblemente complacido, el capitán Fernándes dispuso que nuestros hombres se alojaran con los marineros, al tiempo que se dispensaban cuidados a los heridos relevando así de sus funciones al agotado boticario Johnson. 

Asimismo, Partridge, Messervy y yo, dados nuestro rango, fuimos invitados a cenar en la cabina del capitán al tiempo que se nos instalaba en una cámara pequeña, pero ordenada y limpia, situada cerca de la suya propia.

La cena, animada a la par que abundante, congregó también a Barlow, a don Tarsicio, al segundo oficial, un mulato llamado Duarte Pouzada, y al cirujano de a bordo, un hamburgués apellidado Möhr. Todos mostraron vivo interés en oír el relato que hice de la batalla de Talavera y siguieron varios brindis por la derrota de Napoleón y por Portugal, Gran Bretaña y también por España, ya que don Tarsicio es de esa nacionalidad.

No obstante, a la pregunta del capitán Messervy sobre si podríamos ser llevados a Cádiz el capitán Fernándes respondió que no era posible pues tenían que cumplir en tiempo con su ruta aunque nos aseguró que nos desembarcaría cuando se pudiese. Mi compañero no trató de disimular su disgusto pero al parecer las leyes que rigen la vida de los marinos son muy estrictas y, teniendo en cuenta nuestro rescate, no podíamos exigir que quienes nos habían salvado renunciasen a su trabajo y a su paga.

Y la velada se prolongó hasta tarde. Ahora, retirados a nuestra cabina, no he podido menos que dedicar unos minutos a consignar lo acontecido en este este venturoso día en el que la Gracia de Dios nos ha enviado la salvación.