domingo, 27 de febrero de 2011

LIBRO I - Capítulo 7

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada VII)
Doce de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Lisboa.
Cuatro días llevo ya en Lisboa y se me antojan como cuatro siglos. Aún no ha regresado el batallón con lo cual aún no he podido presentarme ante el comandante ni asumido mi puesto en aquél. Por otra parte, no hay noticias sobre las operaciones del general Wellesley en torno a Oporto.
Esta espera me produce una tremenda desazón de la que no puedo evadirme  en mis largos paseos por la ciudad. Solamente las veladas con mis compañeros de alojamiento, la mayor parte de los cuales son marinos cuyos barcos están surtos en el puerto de Lisboa, mitigan en algo esta situación.
Ya consigné en estas páginas que Lisboa me parece una ciudad muy descuidada por cuanto los desperdicios se acumulan por doquier y el hedor, a menudo insoportable, que despiden y que se incrementa sobremanera debido al calor dominante en estas latitudes. Tal y como sentencia el teniente Alexander Witten del HMS Gladiator, uno de mis compañeros de alojamiento y también improvisado cicerone:                     
“Lisboa es calurosa como Argel, pestilente como Calcuta, corrupta como Constantinopla e inhospitalaria como Glasgow”.     
Dejando aparte las hipérboles que emplea el teniente Witten no está demasiado lejos de la realidad, al menos en lo que concierne a la cuestión de la hospitalidad. Siempre se ha dicho que las ciudades portuarias resultan, por su propia naturaleza cosmopolita, acogedoras para con el forastero pero no parece ser el caso de esta villa.
Muchos naturales nos culpan de que la guerra no se haya acabado porque tenemos aquí un ejército que se enfrenta a los franceses. No parece existir un sentimiento decidido de expulsar al invasor sino, más bien, el ardiente deseo de que haya paz. En este sentido se diría que a los paisanos portugueses no les importa lo más mínimo quien sea quien rija sus destinos. Esta apatía me inquieta un poco pues si consideramos que no ven peor a Bonaparte que a los Braganza eso significa que no esperan nada bueno de sus gobernantes.
Pero no es esta una postura unánime. También están quienes, apelando a la tradicional amistad que une a Portugal y a Gran Bretaña, claman por los desaciertos que al parecer ha cometido nuestro mando en esta guerra. En concreto deploran de la Convención de Cintra de Agosto del pasado año, algo que dio mucho que hablar en Casa y que pudiera haber costado el mando al general Wellesley pues, a pesar de vencer en Roliça y Vimeiro, permitió que un ejército francés completo regresara a Francia con sus armas y botín de guerra (robado a los portugueses) en barcos de la ¡Armada Británica! Recuerdo que las gacetas hablaron de aquello como la victoria en derrota del mariscal Junot y solamente a Sir John Moore (a su muerte gloriosa en La Coruña) debe nuestro actual comandante en jefe su puesto.
Extraño país, en todo caso, extrañas gentes pero también albergue de cosas hermosas. Es de admirar de la Torre de Belém, erigida a mayor gloria de aquél descubridor de nuevos mundos que fue Vasco Da Gama, y que simboliza el pasado glorioso de un reino cuyos súbditos, muchos de ellos en realidad, no quieren luchar por su independencia.


                                               © Fernando J. Suárez de Miguel

jueves, 24 de febrero de 2011

LIBRO I - Capítulo 6

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada VI)

Ocho de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. Lisboa.

Nada más arribar hemos recibido la noticia de que el general Wellesley se ha puesto en marcha con el grueso de sus tropas en dirección a Oporto.

Junto a esta alentadora noticia nos han comunicado de que el II/87 no forma parte de esta expedición, por cuanto se halla incluido en una fuerza al mando del general William Beresford (un valeroso paisano irlandés) en una misión de acoso a fuerzas francesas en retirada.

Ahora que estamos instalados, los sargentos “Red” y Carpenter en los barracones destinados al II/87, y yo, como teniente, alojado en el palacete de un comerciante lisboeta que ha cedido su casa como alojamiento para oficiales, aguardo con impaciencia el retorno de nuestra unidad a fin de ocupar mi plaza lo antes posible.

Lisboa me ha impresionado profundamente. El puerto, atestado de barcos de varias nacionalidades, es testimonio por sí solo de la frenética actividad de esta metrópoli. Sin embargo debo hacer notar la falta de limpieza que se aprecia en las calles y los edificios. Desperdicios de todas clases se acumulan en esquinas y callejones. Esto, unido al calor, da como resultado un olor indescriptible que parece inundar toda la ciudad.

En el itinerario desde el puerto hasta nuestro alojamiento he podido observar distintas reacciones en las personas que se han cruzado conmigo: desde la sonrisa de una muchacha al grave gesto de una inclinación de cabeza pasando también por miradas frías y duras.


 Imagino que aquí, como en todos los lugares donde hay guerra, la gente reacciona según sus propios sentimientos y la sonrisa de una joven que va dirigida a un oficial de buena presencia con un uniforme limpio puede ser tan reveladora como una callada muestra de agradecimiento o la expresión de rechazo de quienes piensan que los culpables de que la guerra continúe somos nosotros por venir a la Península y sostener a Portugal y España. Tal vez imaginaba que iba a ser recibido con música y flores por una multitud agradecida. En vez de eso ha sido un joven guardiamarina el que me ha acompañado a mi alojamiento mientras que los sargentos, tras recibir las indicaciones oportunas, se han marchado a sus barracones aunque sospecho que no habrán llegado antes de adquirir un poco de color local en las tabernas del puerto.

Mientras escribo no dejo de pensar cómo encontraré al batallón una vez regrese. Pese a que mi padre siempre nos ha hablado a mis hermanos y a mí de lo penosa que resulta la vida militar, especialmente para un infante con sus agotadoras e interminables marchas, el somero relato de las bajas habidas en la persecución me ha causado estupor tanto por el hecho de que no se haya entablado combate como por la naturaleza misma de este país: montañas, malos caminos, etc.

Recuerdo bien la imagen de cómo arribaron a Porstmouth los restos del ejército del difunto general Moore tras la retirada de La Coruña y, francamente, me aterroriza la posibilidad de que acabemos igual que aquellos o, peor aún, pasados a la bayoneta por los chasseurs franceses ante la mirada indiferente de los paisanos portugueses.

 © Fernando J. Suárez de Miguel

Sir John Moore

Si una bala de cañón no le hubiera arrancado un brazo y parte del pecho el 16 de Enero de 1809 es muy probable que hubiera sido él, y no Arthur Wellesley, el gran capitán de los ejércitos británicos en la Península Ibérica. Crítico y de trato difícil fue un gran organizador que ganó, al igual que Horatio Nelson, su última batalla después de muerto.

Nacido en Glasgow el 13 de Noviembre de 1761, ingresó en el Ejército como alférez en el 51 de Infantería a los quince años. Dos más tarde vio acción por vez primera en Norteamérica, en donde permaneció hasta la firma de la Paz en 1783.

Un año más tarde fue elegido miembro del Parlamento, coincidiendo allí con figuras de la talla de William Pitt (El Joven) y Edmund Burke. En 1787 regresó a las banderas, esta vez como mayor y a tiempo de participar en la campaña de Córcega de 1794 en la que resultó herido.

Repatriado a causa de una disputa con un superior fue trasladado a las Indias Occidentales, distinguiéndose en la expedición a Santa Lucía. Convertido en gobernador accidental de la misma por la marcha del general Sir Ralph Abercromby, su superior, amigo y valedor, fue trasladado de nuevo en 1798 esta vez a Irlanda, donde había estallado una rebelión, por requerimiento del propio Abercromby.

Los rebeldes irlandeses, apoyados por fuerzas francesas, fueron derrotados. Moore se distinguió en la batalla de Foulksmills, donde venció a fuerzas muy superiores en número. Al año siguiente, no obstante, cosechó un importante fracaso cuando la brigada que mandaba fue seriamente castigada en la desafortunada expedición a Egmont-op-Zee (Países Bajos). El mismo Moore resultó herido pero ello no redujo su crédito ante sus superiores y pudo reponerse a tiempo de participar en la campaña de Egipto de 1801, en donde se distinguió en el asalto a Alejandría.

Vuelto a Gran Bretaña dedicó varios años a la instrucción de tropas de infantería ligera, que consideraba esenciales en el nuevo tipo de guerra que Napoleón estaba poniendo en práctica en Europa, y a la fortificación de diversas áreas de la costa sur en previsión de una invasión francesa. Nombrado caballero y teniente general en 1804, desde 1806 participó en varias expediciones (Sicilia, Suecia) hasta que en 1808 fue nombrado comandante en jefe de las tropas británicas en la Península Ibérica después de participar en la Corte Marcial celebrada a raíz de la Convención de Sintra.

Superado en número y no
siempre actuando en
sintonía con los patriotas
españoles, hubo de
replegarse hacia La
Coruña para tratar de
reembarcar a su ejército
antes de ser copado. La
brillante defensa que
estableció en torno al
perímetro de la ciudad
hizo que las fuerzas del
mariscal Soult fracasaran
en su intento de cortar la
retirada los británicos aún a costa de su propia vida.

domingo, 20 de febrero de 2011

Las reglas de la Guerra


La infantería británica careció de un manual de instrucción regularizado y uniforme durante casi todo el siglo XVIII. De hecho, durante este periodo coexistieron varios textos[1].

Sin embargo, la necesidad de un texto común y homogéneo condujo a que en 1792 se publicara Rules and Regulations for the Movements of His Majesty's Infantry (Reglas y regulaciones para los movimientos de la Infantería de Su Majestad) obra de Sir David Dundas (1735-1820), oficial de artillería e ingenieros y observador en varios ejércitos europeos, que se convertiría en el manual obligatorio para los oficiales de Infantería desde 1798.

El Manual consta de algo más de quinientas páginas y el texto se divide en cuatro partes a saber:

-Primera Parte, dividida a su vez en 40 secciones, en la que se hace referencia a la instrucción del recluta, solo o en grupos, con y sin armas.

-Segunda Parte, que consta de 25 secciones, agrupa los contenidos acerca de la instrucción a niveles de pelotón y de compañía.

-Tercera Parte, tal vez la más destacada pues consta de 108 secciones, y es donde se marcan las directrices de los movimientos a nivel de batallón. Es comprensible su magnitud si se tiene en cuenta que el batallón es la unidad social y de combate básica del Ejército Británico.

-Cuarta Parte, dividida en 32 secciones, recoge cuanto acontece a la línea, es decir, a la unión de varios batallones que forman en línea de combate.

La obra, no obstante, se podía resumir en 18 maniobras básicas cuyo conocimiento consideraba imprescindible el propio Dundas en cualquier soldado digno de tal nombre.




[1] Por ejemplo Maneouvres , or the Whole Evolutions of a Battalion of Foot (London, 1779) o Elements of Military Arrangement, and the Discipline of War, adapted to the Practice of the British Infantry (London, 1791)

(C)Fernando J. Suárez

LIBRO I - Capítulo 5

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada V)
Siete de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. A bordo del HMS Thebes
Día diecinueve de travesía
Este parece ser nuestro último día de singladura pues esta mañana, tan pronto se despejó la niebla, el serviola anunció tierra a la vista. Lisboa se me aparece bajo el sol primaveral como si fuera un collar que, al romperse, esparce sus cuentas que brillan bajo la luz. Supongo que estoy ansioso de pisar tierra firme y no menos impaciente por tomar posesión de mi plaza en el batallón.
He continuado ejercitándome con el mosquete. Pese a mis esfuerzos no he mejorado demasiado. El sargento “Red” dice que con un mes más de práctica estaré al nivel de un regimiento pasable de la Milicia. Sé que no lo dice con maldad pero internamente me siento como si fuese un niño al que regañan en la escuela por no saberse la lección. Supongo que es inherente a los sargentos su habilidad para hacer que nos avergoncemos de nuestros defectos.
Debo consignar la deferencia del teniente Hobbarth y del primer oficial, señor Parker, a la hora de recomendarme a sendos agentes financieros:  Charles Warren y Asociados, de Lisboa y Anastasios Manulis, de Gibraltar para que se hagan cargo de mis ganancias en el combate. Siempre he creído que este aspecto de la vida militar es bastante turbio o, cuanto menos, que refleja escasa caballerosidad pero debo admitir que mi posición no es la adecuada para criticarlo.
Aunque se da por supuesto que quienes lean estas líneas (si no acaban enterradas junto a su propietario en algún campo portugués o español) saben a lo que se dedica un agente financiero,  diré sucintamente que son banqueros o comerciantes que, a cambio de un porcentaje, administran, guardan, depositan o invierten los bienes obtenidos como botín legítimo de guerra. Si bien es sabido que la Armada emplea este medio para depositar sus fondos a buen recaudo y evitar así el riesgo de perder sus ganancias en combate, tormentas, etc. El Ejército también hace uso del mismo en campañas en el extranjero, aunque esta circunstancia sea especialmente extraordinaria en nuestro caso.

Tengo la suerte de ser hombre de fortuna. Cuando acabe esta guerra, suponiendo que la termine con vida, no habré de enfrentarme a la terrible perspectiva de la media paga que aguarda al soldado en tiempos de paz y que obliga a muchos a enrolarse como mercenarios en ejércitos extranjeros o buscar plaza, en ocasiones en rangos inferiores, en algún regimiento de la Compañía de las Indias. Sin embargo soy consciente de que muchos de mis hermanos de armas ansíen un buen botín que les permita comprar el ascenso o, al menos, subvenir las necesidades de su familia allá en el hogar.
En este sentido recuerdo cómo mi padre siempre dice que la vida del soldado en el combate es dura pero la Paz, en muchas ocasiones, resulta mucho peor que la batalla más terrible.  La batalla-dice-supone poner en práctica tu oficio: sobrevivir o morir quedan en manos de Dios. En la Paz, sin embargo, de nada sirve lo que sabes hacer puesto que no hay enemigos a los que combatir y solamente se trata de vivir un día y otro y el siguiente en una abulia y un conformismo que no se han hecho para quienes ya han acostumbrado su olfato al olor de la pólvora y sus oídos al estruendo de las salvas de los mosquetes y al redoble del tambor.
Confieso que esta última reflexión me desconcierta. Aunque mi padre, en su retiro, gusta de sus paseos, de observar a los pájaros y de sus tertulias en la taberna, nunca he podido evitar advertir una sombra de pesadumbre en sus ojos. Es, sin duda, la sombra del humo, de las órdenes, de las banderas flameando al viento, del fragor de los cañones, del suelo que tiembla delatando la caballería que se acerca, del recuerdo de los compañeros muertos... Es la sombra de lo que se añora. Es la sombra de la única forma de vivir que se ha conocido y que yace en un rincón de la memoria. No sé si viviré lo suficiente como para que esa misma sombra vele mis ojos, ahora mismo la única certeza que poseo es que mi vida de soldado, la vida que he elegido, me lleva a países extraños, a convivir con hombres que no conozco y a enfrentarme a enemigos que nada me han hecho.
Daría cualquier cosa por saber cómo me sentiré cuando entre en combate. 
© Fernando J. Suárez de Miguel

jueves, 17 de febrero de 2011

LIBRO I - Capítulo 4

Diario de Guerra del teniente Ian Talling (Entrada IV)
Cuatro de Mayo del Año de Nuestro Señor de 1809. A bordo del HMS Thebes
Día dieciséis de travesía.
Al fin podemos disfrutar de un tiempo relativamente bueno. Después de tanto tiempo recluido en las cubiertas inferiores se agradece poder salir al aire libre.
Esta misma mañana hemos intercambiado mensajes con una goleta británica, en concreto la Seawitch de Plymouth, que está al corso y regresa de un crucero por la costa meridional de España. Aparte de los saludos han incluido información sobre la situación en la Península y las noticias no parecen ser buenas: el mariscal Soult amenaza a nuestras tropas desde Oporto mientras que el mariscal Víctor y el general Lapisse hace lo propio desde las provincias españolas de Toledo y Salamanca. Habrá que confiar, pues, en la pericia del general Wellesley y rogar para que no acabe sus días como el llorado Moore.  
Aparte la novedad que supone avistar nave amiga debo decir, honestamente, que esta prolongada reclusión ha servido para poder estudiar a fondo el manual inspirado por el Duque de York, cuando era Comandante en Jefe, y redactado por quien lo es en la actualidad, Sir David Dundas; Reglas y Regulaciones para el Ejercicio de Movimientos de Formación de Campaña de las Fuerzas de Su Majestad que constituye la base de nuestro sistema militar. Considero una obviedad que, como oficial que soy, haya de conocer mi oficio en el aspecto teórico ya que no he podido hacerlo, aún, en el práctico.
Pero el verdadero oficio del soldado se aprende combatiendo. Siempre he creído, y cuanto he conocido hasta entonces lo confirma, que solamente puede uno entender la guerra si entiende al soldado común y corriente. Muchos son los oficiales, y aquí hay que incluir a Sir Arthur Wellesley, que ven a sus hombres como a una simple chusma armada que ha de ser fustigada para que cumpla su deber y controlada para que no se lance al saqueo o a la deserción. Desgraciadamente esta opinión está muy extendida por entre los mandos regulares. Menos extraño resultaría en la Milicia con sus aprendices de oficial, que sientan cátedra sobre las cosas de la guerra cuando no han estado en ninguna, y que pontifican sobre los beneficios de "una buena tanda de azotes de vez en cuando".
Sin embargo, el abismo que separa al soldado del oficial se ensancha tanto más cuanto el segundo es incapaz de ponerse en la tesitura del primero. No se puede comprender qué es lo que pasa por la cabeza de un hombre al que ponen a cien o doscientas yardas de un millar de mosquetes prestos para hacer fuego sobre él. Un hombre que ha acabado alistado por mil y una causas todas ajenas a su libre voluntad para hacer todo cuanto quieran ordenarle, sea moral o inmoral, posible o imposible por un chelín diario menos las retenciones (que son muy numerosas y muchas de ellas terriblemente injustas).
Pero ése es el tipo de hombres que gana las batallas. Y las gana de un modo poco convencional en lo que respecta al arte de la guerra. Si en el Continente el apoteosis de la infantería es cargar a la bayoneta, en el ejército británico lo es la cadencia de fuego.

No es ningún secreto que somos el único ejército que hace prácticas con fuego real. La razón es sencilla: al ser numéricamente inferiores que cualquier otro ejército europeo no podemos permitirnos la sangría humana que suponen las cargas. Por ello aprovechamos la empecinada costumbre de la bayoneta para levantar una barrera de fuego capaz de detener cualquier intento de romper nuestras líneas.  Y he aquí donde se aprecian los frutos de la instrucción en el tiro que hacen que el infante británico pueda hacer cuatro descargas en un minuto. No se trata de disparar más rápido sino de disparar con constancia. Tal y como dicen “Red” y Carpenter, llega un momento en que el soldado ejecuta las acciones y los movimientos de un modo natural. Y es una visión habitual que un batallón formado en línea (en dos filas) realice cuatro devastadoras descargas (dos por fila) en algo más de treinta segundos. Es un volumen de fuego tan intenso que cualquier masa de infantería que intente quebrar la línea recibiría un castigo tan insoportable que no tendría más remedio que recular. Es en esta circunstancia cuando sí es practicable realizar una carga  a la bayoneta, encabezada por la compañía de granaderos, contra el enemigo en fuga (aunque a veces este menester nos es hurtado por la caballería).
Así pues, siguiendo los impagables consejos de estos dos veteranos, y aprovechando la tregua que nos ha otorgado la climatología, puedo ejercitarme con fuego real sobre la cubierta de la Thebes. Para dar mayor veracidad a las pruebas, Carpenter ha pedido a un gaviero que coloque un blanco de latón del tamaño del diámetro de un chacó a la mitad del bauprés mientras que nos situamos bajo el palo trinquete, desde donde haremos fuego.
Siempre he sido aficionado a la caza por lo que gozo de una puntería bastante decente. Pero no es lo mismo disparar sobre un venado o un pato que sobre un voltigeur y todo ello en medio de un infierno de humo, gritos y disparos. Es fácil entender al soldado cuando entras en su mundo: un disparo, dos, tres...así hasta una docena larga. Al cuarto ya tienes la garganta ardiendo por el humo de la pólvora, los ojos están lacrimosos desde el primer disparo y, a esas alturas, estarán ya enrojecidos aunque nadie lo notaría ya que el rostro está ennegrecido por el humo que sale del percutor después de que el martillo prenda la pólvora de la cazoleta e impulse la bala. El movimiento del barco no facilita en nada el tiro y hace incluso difícil las operaciones de carga y cebado del arma.
Una decepción: de catorce disparos en seis minutos solamente he hecho tres blancos. Si fuera un simple soldado, dice Carpenter, hubiera recibido ya el correspondiente castigo. Me asusta el hecho de un resultado tan pobre, y eso que no estaba sometido a fuego contrario. Ignoro si tendré ocasión de usar el mosquete en combate pues no es un arma que usen los oficiales (excepto los de fusileros) pero tengo el firme propósito de ejercitarme en su manejo para que, llegado el momento, mis hombres puedan decir que el teniente Talling sabe desempeñarse como cualquiera de ellos.  

 © Fernando J. Suárez de Miguel

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los Royal Marines

Una imagen habitual en los barcos de la Armada Real Británica eran los soldados de casaca roja de la Infantería de Marina.

Este cuerpo data del año 1664, siendo el segundo más antiguo del Mundo (el primer lugar le corresponde a la Infantería de Marina española, creada en 1537). Sus miembros se reclutaban como en el Ejército (no imponiéndose en este caso la leva forzosa como en la Armada). Sus misiones consistían fundamentalmente en luchar como tropas de tierra en caso de desembarco, en abordajes, como operadores de la artillería de a bordo y en combates a corta distancia como tiradores. Además eran los garantes de la seguridad en los buques de la Armada como lo certifica el hecho de que estuvieran alojados en los compartimentos situados entre los de los marineros y los de los oficiales.

La paga y la posibilidad de participar de los botines fruto de las presas realizadas por la Armada atrajo a un buen número de voluntarios durante todo el siglo XVIII. Tras conocer diversas fluctuaciones en razón a los periodos de paz o de guerra, sus efectivos durante las guerras napoleónicas alcanzaron los treinta mil hombres, distribuidos administrativamente en tres divisiones: Chatham, Portsmouth y Plymouth. Una cuarta división sería creada en Woolwich en 1805.

En el servicio a bordo, el número de infantes era proporcional al de los cañones que montaba un buque, tal y como indica la tabla siguiente*:

Cañones

Infantes

Marineros

100

104

875

98

102

750

80

84

650

74

78

650

70

74

650

64

67

650

60

63

650

50

52

420

44

45

300

36

37

300

32

33

300

28

29

200

24

25

200

20

21

200

18

19

125

En 1802 el rey Jorge III concedió al Cuerpo el distintivo de tropas reales siendo conocidos desde entonces por su nombre en inglés de Royal Marines. Popularmente se les apodaba lobsters (langostas) por el rojo de las casacas, distinguiéndose así de los jacks o blue jacks (marineros).

Desde 1810 se crearían batallones expedicionarios para combatir tanto en Europa como en América (en la Guerra de 1812). Inclusive en América se formarían batallones a base de esclavos fugados.
*R.W Adye: The Bombardier and the Pocket Gunner. London, 1802

(C) Fernando J. Suárez